domingo, 11 de septiembre de 2011

Sueños Asesinos


Primera Parte:

 No tengo mucho que decir… no, no, no. Rectifico: No tengo mucho tiempo para decir ‘lo que tengo que decir’.
Ayer dictaron mi sentencia.
***
Y que no les queden dudas, desde el primer momento quise hacerlo. La decisión siempre fue mía. No me gustaría que un inocente saliera perjudicado en todo esto.
Uno de mis últimos deseos fue poder transmitir una parte de mi historia. El otro es que el mensaje pueda salir al mundo.
***
Nunca le presté demasiada atención a los sueños. Hasta hace unos meses. Todo empezó en una pequeña oficina casi vacía. Un escritorio, un velador, algunos papeles y un hombre calvo sentado. Y el timbre del despertador me devolvió a la realidad. ¡Qué sueño tan raro! Pensé; luego seguí con mi rutina.
La pesadilla se repitió al día siguiente. Suele pasar, así que nuevamente la pasé por alto. Pero volvió a suceder una tercera y una cuarta vez. Se me agotó la paciencia, ya no lo soportaba. Nunca un cambio, nunca algo nuevo. Siempre la misma escena, la misma mirada acusadora... Me seguía a donde fuera, pero sin moverse del asiento.
De modo que al despertar tomé un lápiz y algunas hojas, y las palabras fluyeron como con vida propia. Al finalizar me encontraba frente a una historia de aspecto prometedor.
A la quinta noche me volvió a pasar. Esta vez, tres personajes nuevos de frente al mismo hombre en un páramo diferente:
Parecían monstruos con sus deformes garras, enterradas en los brazos de una persona que era más un despojo gimoteante. La víctima miraba con súplica a aquel rostro inexpresivo, cuyos labios únicamente expresaron:
—Hagan lo que quieran.
Y ellos arrastraron al manojo de lágrimas a las penumbras. Primero se oyeron sus gritos ahogados en la oscuridad, luego sólo hubo silencio.
El personaje de cabeza calva paseó la vista por la habitación vacía. Hasta que se fijó en mí. Había cierto desconcierto en su mirada que me hizo pensar que no podía verme, pero estaba seguro de que él sabía que yo estaba ahí. Esa sensación se hizo realidad cuando por fin habló de nuevo.
—Ya falta poco –me dijo.
Otra vez la alarma. La luz de la mañana llenó de alivio mi dormitorio.
Más tarde, cuando quise escribir lo que había soñado, el corazón volvió a latirme con fuerza, como si quisiera escaparse de la prisión de mi pecho (justo igual que cuando me había despertado). Era increíble la violencia con la que me temblaba la mano, la fiebre aumentaba sin parar y de mi frente se desprendían enormes gotas de sudor.
Algo me decía que no debía escribir esas líneas, pero mi dieta se basaba en un desayuno de rebeldía, y terquedad como cena. Los dedos tecleaban sin cesar.
Quizá, si mis padres me hubieran enseñado el valor del miedo durante mi niñez, hoy no estaría metido en este embrollo. Desgraciadamente no fue así. No soy valiente, sólo estúpido.
***
Estoy soñando de nuevo, eso lo sé. El verdadero problema ¡es que no sé cómo despertar!, necesito hallar algo muy importante. Eso creo.
Camino a ciegas, recorriendo algún lugar desconocido. Me da la impresión de estar en alguna caverna, cuya oscuridad es tan impenetrable como las paredes que me rodean. El eco de mis pisadas es el único sonido audible, casi puedo tocar el silencio.
Mi alrededor es tan estrecho que alcanzo a rozar su aspereza con los dedos a media extensión de los brazos.
No tengo forma de medir el tiempo, salvo tal vez por el ritmo de mis pasos. Alrededor de cien izquierdas y casi ningún cambio. No puedo comprobarlo, pero me da la sensación de que voy cuesta abajo.
Cerca de doscientos pasos más y esto parece no tener fin. Esto ya empieza a perder todo sentido (si es que alguna vez lo tuvo). Pero inexplicablemente algo me dice que debo seguir hacia adelante.
Ya llevo como seiscientas derechas. Esto es el límite ¡quiero salir, no llegar hasta el centro de la tierra! Doy media vuelta y regreso sobre mis pasos. Ahora es cuesta arriba, pero eso no me impide empezar a correr. ¿Qué importan los pasos ahora? ¡No pienso detenerme hasta la salida!
Casi puedo sentir la brisa fresca del exterior, imagino el sonido que haría el viento soplando a través de un cañaveral. Desde afuera me llega el murmullo que produce. ¡Realmente puedo escucharlo!
Aprieto el paso y el sonido se vuelve cada vez más nítido. Un chasquido. Eso debería preocuparme, pero veo algo de luz. Una alerta se activa en el fondo de mi mente. No parece luz diurna. Ese resplandor… algo no es correcto en él. Más bien parece provenir de una hoguera. Fuego.
La desconfianza aumenta a la misma medida en que disminuyo la velocidad. Los murmullos no son de origen vegetal, sino de algún animal capaz de encender fuego.
Hombres, ¿serán salvajes?
No puedo detenerme ahora. Quizá esas personas puedan ayudarme a salir. Debo avanzar. En cualquier caso, seré sigiloso.
No recuerdo bien en qué momento dejé de respirar. El horror paralizó mi cuerpo por completo. Mis piernas estaban clavadas en la dura superficie de la cueva; los brazos me colgaban inertes.
¿Salvajes? Ojala lo hubieran sido. Reconocí a las temibles bestias enseguida. Se estaban alimentando... ¡De cadáveres humanos!
Las garras larguísimas, y afilados dientes ensangrentados. Todos ellos enterrados en la carne en medio de un frenesí alimenticio.
Me ignoraban justo como lo habían hecho la última vez. Se concentraban en engullir con voracidad. Sólo pude quedarme callado; los gritos tendrían que salir en otra ocasión. Cualquier sonido podría distraer su atención hacia mí.
¡Y no quería ser el próximo!
Mi corazón no entendió el mensaje. Latía desbocado, haciendo un ruido inimaginable. Aún más increíble era que esos monstruos no oyeran el intenso tamborileo. Mejor no tentar la suerte. Intento retroceder un paso con sumo cuidado pero…
¡CRACK!
Las astillas del hueso que pisé dieron un salto hacia las paredes para terminar nuevamente en el suelo. Es mi perdición y no lo estoy suponiendo. Una de las aberraciones gira la cabeza en mi dirección. Por un instante tuve la loca ilusión de que esos ojos bestiales no me vieran. Pero obviamente no estaba de buena racha.
El sigilo ya no tenía sentido. Me di vuelta y me dispuse a correr con todas mis fuerzas, incluso si las esperanzas de escapar fueran nulas. La primer zancada y escucho un tintineo. Medio paso más y mi cara se aplasta contra el suelo. No tengo tiempo de entender  bien lo que sucede cuando me llega el ataque de los asesinos...
Un grito y mis ojos se abrieron de repente. ¡Debo escapar, NO QUIERO MORIR! Atino a correr pero nuevamente me desplomo contra el suelo alfombrado.
Los alaridos escapan de mi garganta llevándome el corazón a la boca. Me falta el aire, este es mi fin…
Pero, en algún momento dado, mi cerebro entiende, que lo que apresa a mis pies está hecho de tela. Y son las sábanas de mi cama. Fui víctima de mis propias pesadillas.
Otra vez.

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